Sólo quien tiene hermanos conoce el amor que se puede sentir por alguien con quien compartiste los primeros años de tu vida, los que estoy segura que consideras fueron los más largos. Esos años de aventura donde descubrimos cómo funcionaba el mundo, de qué se trataba la vida y donde algunos tuvimos la bendición de tener un socio, una socia o en algunos casos, una tropa.

Aprendimos a comunicarnos con otros, aunque entre hermanos seguramente ya nos entendíamos con la mirada o con algún gesto raro, fuimos haciendo nuestros primeros amigos sin saber que nuestro hermano ya era nuestro amigo y lo seguiría siendo a pesar de cualquier circunstancia, el resto de nuestra vida.

Con ellos aprendimos a tener valor y coraje justo después de haberlos defendido de nuestros amigos, de nuestros vecinos o de otros niños, sin importar si eran más grandes, más fuertes o si eso nos costaría el pellejo. Aprendimos a compartir nuestro mayor tesoro que son nuestros padres y después de eso, todo lo que teníamos enfrente: la recámara, el baño, le pelota, la bicicleta, la ropa y en algunas ocasiones, nuestros miedos, nuestros secretos y nuestros sueños.

Hermanos son las personas que Dios nos regaló para recibir una capacitación intensiva en la niñez de cómo ser amigos, ya que ellos siempre estaban en nuestros mejores y nuestros peores momentos, siempre ahí con nosotros.

El amor de hermanos se siembra en la niñez sin darnos cuenta, se riega en la adolescencia, en ocasiones con algunas lágrimas por peleas o discusiones, en la juventud cuando la planta ya ha crecido se empieza a valorar y cuando menos lo esperas, esa semilla se convierte en un árbol gigante que da sombra y es imposible imaginar la vida sin él.

Dedicado a mi hermano, el más pequeño y a la vez el más grande que tengo…